Federalista No. 78
Fuente: George W. Carey y James McClellan, eds., The Federalist: The Gideon Edition, (Indianápolis: Liberty Fund, 2001), 401-408.
Procedemos ahora a un examen del departamento judicial del gobierno propuesto.
Al desplegar los defectos de la Confederación existente, se ha señalado claramente la utilidad y la necesidad de una judicatura federal. Es menos necesario recapitular las consideraciones que en él se instan, ya que no se cuestiona la idoneidad de la institución en abstracto; las únicas cuestiones que se han planteado son las relativas a la forma de constituirla y a su alcance. Por lo tanto, nuestras observaciones se limitarán a estos puntos.
La forma de constituirlo parece abarcar estos varios objetos: 1º. El modo de nombrar a los jueces. 2nd. La tenencia por la cual deben mantener sus lugares. 3d. La división de la autoridad judicial entre los diferentes tribunales y sus relaciones entre sí.
Primero. En cuanto a la forma de nombrar a los jueces: esto es lo mismo con el nombramiento de los funcionarios de la Unión en general y se ha discutido tan a fondo en los dos últimos números que aquí no se puede decir nada que no sea una repetición inútil.
Segundo. En cuanto a la permanencia en el cargo de los jueces, se trata principalmente de su duración en el cargo, las disposiciones para su apoyo y las precauciones para su responsabilidad.
De acuerdo con el plan de la convención, todos los jueces que puedan ser nombrados por los Estados Unidos deben desempeñar sus cargos durante el buen comportamiento; que es conforme a la más aprobada de las constituciones de los Estados, y entre las demás, a la de este Estado. Su propiedad, puesto en tela de juicio por los adversarios de ese plan, no es un síntoma ligero de la ira por la objeción que desbarata su imaginación y juicio. El estándar de buena conducta para la continuidad en el cargo de la magistratura judicial es sin duda una de las mejoras más valiosas de la práctica moderna del gobierno. En una monarquía es una excelente barrera para el despotismo del príncipe; en una república es una barrera no menos excelente para las invasiones y opresiones del cuerpo representativo. Y es el mejor recurso que se puede idear en cualquier gobierno para asegurar una administración firme, recta e imparcial de las leyes.
Quienquiera que considere atentamente los diferentes departamentos de poder debe percibir que, en un gobierno en el que están separados entre sí, el poder judicial, por la naturaleza de sus funciones, será siempre el menos peligroso para los derechos políticos de la Constitución; porque será el menos capaz de molestarlos o perjudicarlos. El ejecutivo no solo dispensa los honores, sino que sostiene la espada de la comunidad. La legislatura no sólo los comandos de la bolsa, pero establece las normas por las que los deberes y derechos de cada ciudadano a ser regulados. El poder judicial, por el contrario, no tiene influencia ni sobre la espada ni sobre la bolsa; no tiene dirección ni de la fuerza ni de la riqueza de la sociedad, y no puede tomar ninguna resolución activa. Se puede decir verdaderamente que no tiene FUERZA ni VOLUNTAD, sino simplemente juicio; y en última instancia debe depender de la ayuda del brazo ejecutivo, incluso para la eficacia de sus juicios.
Esta simple visión del asunto sugiere varias consecuencias importantes. Prueba indiscutiblemente que el poder judicial es sin comparación el más débil de los tres departamentos de poder; que nunca puede atacar con éxito a ninguno de los otros dos; y que se requiere todo el cuidado posible para poder defenderse de sus ataques. Prueba igualmente que, aunque la opresión individual puede provenir de vez en cuando de los tribunales de justicia, la libertad general del pueblo nunca puede ponerse en peligro desde ese lugar: Quiero decir, mientras el poder judicial siga siendo verdaderamente distinto de los poderes legislativo y ejecutivo. Porque estoy de acuerdo en que «no hay libertad si el poder de juzgar no se separa de los poderes legislativo y ejecutivo.»Y prueba, en último lugar, que como la libertad no puede tener nada que temer del poder judicial solo, sino que tendría todo que temer de su unión con cualquiera de los otros departamentos; que como todos los efectos de tal unión deben derivarse de una dependencia de la primera de la segunda, a pesar de una separación nominal y aparente; que como, por la debilidad natural del poder judicial, está en continuo peligro de ser dominado, asombrado o influenciado por sus ramas coordinadas; y que como nada puede contribuir tanto a su firmeza e independencia como la permanencia en el cargo, esta cualidad puede, por lo tanto, considerarse justamente como un ingrediente indispensable en su constitución, y en gran medida como la ciudadela de la justicia pública y la seguridad pública.
La total independencia de los tribunales de justicia es particularmente esencial en una Constitución limitada. Por una Constitución limitada, entiendo una que contiene ciertas excepciones específicas a la autoridad legislativa; tales, por ejemplo, como que no aprobará proyectos de ley, ni leyes ex post facto, y similares. En la práctica, las limitaciones de este tipo no pueden preservarse más que a través de los tribunales de justicia, a quienes corresponde declarar nulos todos los actos contrarios al tenor manifiesto de la Constitución. Sin esto, todas las reservas de derechos o privilegios particulares no equivaldrían a nada.
Cierta perplejidad respecto al derecho de los tribunales a declarar nulos los actos legislativos, porque contrariamente a la Constitución, ha surgido de la imaginación de que la doctrina implicaría una superioridad del poder judicial sobre el poder legislativo. Se insta a que la autoridad que puede declarar nulos los actos de otro debe ser necesariamente superior a la autoridad cuyos actos pueden ser declarados nulos. Como esta doctrina es de gran importancia en todas las constituciones americanas, no puede ser inaceptable una breve discusión de los fundamentos en los que se basa.
No hay posición que dependa de principios más claros que el de que todo acto de una autoridad delegada, contrario al tenor de la comisión en virtud de la cual se ejerce, es nulo. Ningún acto legislativo contrario a la constitución puede ser válido. Negar esto sería afirmar que el diputado es mayor que su principal; que el siervo está por encima de su amo; que los representantes del pueblo son superiores al pueblo mismo; que los hombres que actúan en virtud de poderes pueden hacer no solo lo que sus poderes no autorizan, sino lo que prohíben.
Si se puede decir que el cuerpo legislativo son ellos mismos los jueces constitucionales de sus propios poderes y que la construcción pusieron sobre ellos es concluyente sobre el resto de departamentos puede ser contestada de que este no puede ser el natural presunción cuando no es ser obtenida de cualquier particular, las disposiciones de la Constitución. No es de suponer de otra manera que la Constitución podría tener la intención de permitir a los representantes del pueblo sustituir su voluntad por la de sus electores. Es mucho más racional suponer que los tribunales fueron diseñados para ser un órgano intermedio entre el pueblo y el poder legislativo a fin, entre otras cosas, de mantener a este último dentro de los límites asignados a su autoridad. La interpretación de las leyes es competencia propia y peculiar de los tribunales. De hecho, una constitución es, y debe ser considerada por los jueces, una ley fundamental. Por lo tanto, les corresponde determinar su significado, así como el significado de cualquier acto particular que emane del órgano legislativo. Si hubiera una variación irreconciliable entre los dos, debería preferirse, por supuesto, lo que tiene una obligación y validez superiores, o, en otras palabras, la Constitución debería preferirse al estatuto, la intención del pueblo a la intención de sus agentes.
Esta conclusión tampoco supone en modo alguno una superioridad del poder judicial sobre el legislativo. Solo supone que el poder del pueblo es superior a ambos, y que cuando la voluntad del poder legislativo, declarada en sus estatutos, se opone a la del pueblo, declarada en la Constitución, los jueces deben ser gobernados por este último y no por el primero. Deben regular sus decisiones por las leyes fundamentales y no por las que no son fundamentales.
Este ejercicio de discreción judicial para determinar entre dos leyes contradictorias se ejemplifica en un caso familiar. No es raro que existan dos estatutos a la vez, que chocan total o parcialmente entre sí, y ninguno de ellos contiene ninguna cláusula o expresión derogatoria. En tal caso, corresponde a los tribunales liquidar y fijar su significado y funcionamiento. En la medida en que pueden, por cualquier construcción justa, reconciliarse entre sí, la razón y la ley conspiran para dictar que esto debe hacerse; cuando esto no es factible, se convierte en una cuestión de necesidad para dar efecto a uno en exclusión del otro. La norma que se ha obtenido en los tribunales para determinar su validez relativa es que se prefiere la última en orden cronológico a la primera. Pero esta es una mera regla de construcción, no derivada de ninguna ley positiva, sino de la naturaleza y la razón de la cosa. Es una norma no impuesta a los tribunales por disposiciones legislativas, sino adoptada por ellos mismos, en consonancia con la verdad y la corrección, para la dirección de su conducta como intérpretes de la ley. Pensaron que era razonable que entre los actos de interferencia de una autoridad igual tuviera preferencia lo que fuera la última indicación de su voluntad.
Pero con respecto a los actos de interferencia de una autoridad superior y subordinada de un poder original y derivado, la naturaleza y la razón de la cosa indican lo contrario de esa regla como apropiado para ser seguido. Nos enseñan que el acto previo de un superior debe preferirse al acto posterior de una autoridad inferior y subordinada; y que, en consecuencia, cada vez que una determinada ley contravenga la Constitución, los tribunales judiciales tendrán el deber de adherirse a esta última y hacer caso omiso de la primera.
No puede ser de peso decir que los tribunales, con el pretexto de una repugnancia, pueden sustituir su propio placer por las intenciones constitucionales de la legislatura. Esto también podría suceder en el caso de dos estatutos contradictorios; o también podría suceder en cada adjudicación de un solo estatuto. Los tribunales deben declarar el sentido de la ley; y si estuvieran dispuestos a ejercer la VOLUNTAD en lugar del JUICIO, la consecuencia sería igualmente la sustitución de su placer por el del órgano legislativo. La observación, si demostrara algo, demostraría que no debería haber jueces distintos de ese órgano.
Si, por lo tanto, los tribunales de justicia han de ser considerados como los baluartes de una Constitución limitada contra las injerencias legislativas, esta consideración constituirá un fuerte argumento a favor de la permanencia en el cargo judicial, ya que nada contribuirá tanto como esto a ese espíritu independiente en los jueces que debe ser esencial para el fiel desempeño de un deber tan arduo.
Esta independencia de los jueces es igualmente necesaria para proteger la Constitución y los derechos de los individuos de los efectos de esos malos humores que las artes de diseñar a los hombres, o la influencia de coyunturas particulares, a veces difunden entre la gente misma, y que, aunque rápidamente dan lugar a una mejor información y a una reflexión más deliberada, tienen una tendencia, mientras tanto, a provocar innovaciones peligrosas en el gobierno y graves opresiones del partido menor en la comunidad. Aunque confío en que los amigos de la Constitución propuesta nunca estarán de acuerdo con sus enemigos en cuestionar ese principio fundamental del gobierno republicano que admite el derecho del pueblo a alterar o abolir la Constitución establecida siempre que la encuentren inconsistente con su felicidad; sin embargo, no debe inferirse de este principio que los representantes del pueblo, siempre que ocurra una inclinación momentánea a apoderarse de una mayoría de sus constituyentes incompatible con las disposiciones de la Constitución existente, por ese motivo, estarían justificables en una violación de esas disposiciones; o que los tribunales estarían bajo una obligación mayor de connivencia en infracciones de esta forma que cuando habían procedido totalmente de las cábalas del cuerpo representativo. Hasta que el pueblo, por algún acto solemne y autorizado, haya anulado o cambiado la forma establecida, es vinculante para sí mismo, tanto colectiva como individualmente; y ninguna presunción, ni siquiera el conocimiento de sus sentimientos, puede justificar que sus representantes se aparten de ella antes de tal acto. Pero es fácil ver que se requeriría una porción poco común de fortaleza en los jueces para cumplir con su deber como guardianes fieles de la Constitución, donde las invasiones legislativas de la misma habían sido instigadas por la voz principal de la comunidad.
Pero la independencia de los jueces puede ser una salvaguardia esencial contra los efectos de los malos humores ocasionales en la sociedad, no sólo con miras a infringir la Constitución. A veces, esto no se extiende más allá de la lesión de los derechos privados de clases particulares de ciudadanos, por leyes injustas y parciales. Aquí también la firmeza de la magistratura judicial es de gran importancia para mitigar la severidad y limitar el funcionamiento de esas leyes. No solo sirve para moderar las travesuras inmediatas de aquellos que pueden haber sido aprobados, sino que opera como un control sobre el cuerpo legislativo al aprobarlos; quienes, al percibir que los obstáculos para el éxito de una intención inicua se esperan de los escrúpulos de los tribunales, están de una manera obligados, por los mismos motivos de la injusticia que meditan, a calificar sus intentos. Esta es una circunstancia calculada para tener más influencia sobre el carácter de nuestros gobiernos de la que pocos pueden tener conocimiento. Los beneficios de la integridad y la moderación del poder judicial ya se han sentido en más de uno de los Estados; y aunque pueden haber desagradado a aquellos cuyas expectativas siniestras pueden haber decepcionado, deben haber merecido la estima y el aplauso de todos los virtuosos y desinteresados. Los hombres considerados de todo tipo deben valorar lo que tiende a engendrar o fortalecer ese temperamento en las cortes; ya que ningún hombre puede estar seguro de que no será mañana víctima de un espíritu de injusticia, por el cual puede ser un ganador hoy. Y todo hombre debe sentir ahora que la tendencia inevitable de tal espíritu es minar los cimientos de la confianza pública y privada e introducir en su lugar la desconfianza y la angustia universales.
Esa adhesión inflexible y uniforme a los derechos de la Constitución y de las personas, que consideramos indispensables en los tribunales de justicia, ciertamente no puede esperarse de los jueces que ocupan sus cargos por una comisión temporal. Periódicas citas, sin embargo reguladas, o por quien de hecho, de alguna manera u otra, ser fatal para su necesaria independencia. Si el poder de hacerlos se confiara al poder ejecutivo o legislativo, existiría el peligro de una complacencia indebida a la rama que lo poseía; si a ambos, no habría voluntad de arriesgar el desagrado de cualquiera de ellos; si al pueblo, o a las personas elegidas por ellos para el propósito especial, habría una disposición demasiado grande a consultar popularidad para justificar la confianza en que solo se consultaría la Constitución y las leyes.
Existe una razón más y de peso para la permanencia de los cargos judiciales que se deduce de la naturaleza de las calificaciones que requieren. Con frecuencia se ha observado con gran propiedad que un código de leyes voluminoso es uno de los inconvenientes necesariamente relacionados con las ventajas de un gobierno libre. Para evitar una discrecionalidad arbitraria en los tribunales, es indispensable que estén sujetos a normas y precedentes estrictos que sirvan para definir y señalar su deber en cada caso particular que se les presente; y se concebirá fácilmente a partir de la variedad de controversias que surgen de la insensatez y la maldad de la humanidad, que los registros de esos precedentes inevitablemente se hinchen a un volumen muy considerable y que exijan un estudio largo y laborioso para adquirir un conocimiento competente de ellos. Por lo tanto, no puede haber más que pocos hombres en la sociedad que tengan la habilidad suficiente en las leyes para calificarlos para las posiciones de jueces. Y haciendo las deducciones apropiadas para la depravación ordinaria de la naturaleza humana, el número debe ser aún menor de aquellos que unen la integridad requerida con el conocimiento requerido. Estas consideraciones nos informan de que el gobierno no puede tener una gran opción entre personajes aptos; y que una duración temporal en el cargo que, naturalmente, desalentaría a dichos personajes de abandonar una línea lucrativa de práctica para aceptar un asiento en el estrado tendería a poner la administración de justicia en manos menos capaces y menos calificadas para conducirla con utilidad y dignidad. En las circunstancias actuales de este país y en aquellas en las que es probable que se produzca durante mucho tiempo, las desventajas en este aspecto serían mayores de lo que pueden parecer a primera vista; pero hay que confesar que son muy inferiores a las que se presentan bajo los otros aspectos del tema.
En general, no cabe duda de que la convención actuó sabiamente al copiar de los modelos de aquellas constituciones que han establecido el buen comportamiento como la permanencia en sus cargos judiciales, en el punto de duración; y que, lejos de ser culpables por ello, su plan habría sido inexcusablemente defectuoso si hubiera querido esta importante característica del buen gobierno. La experiencia de Gran Bretaña ofrece un comentario ilustre sobre la excelencia de la institución.
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